Por Oscar Misael Hernández-Hernández (investigador de El Colegio de la Frontera Norte)
Durango.- En la Semana Santa de este año viajé con mi familia de la ciudad de Chihuahua a Villa Ocampo, Durango; el corazón del norte de México. Lo hicimos en un vocho parecido al del ex presidente de Uruguay, José Mújica. A lo largo de los casi 300 kilómetros de distancia el terreno es agreste: cerros con piedras rojizas o grisáceas, tierra color marrón, zacate amarillento, riachuelos secos, vacas pastando junto a gatuños, precipicios pedregosos y mezquites que se resisten a la sequía. En suma, un paisaje desértico donde lo más verde era el color del vocho en el que viajábamos. Conforme fui familiarizándome con el paisaje comprendí por qué durante la Revolución Mexicana (1910-1920), para la División del Norte encabezada por el general Pancho Villa fue posible mantener desde ahí una resistencia guerrillera.
Los fracasos del ejército constitucionalista contra la División del Norte y del general estadounidense John J. Pershing, al perseguir a Villa después de que éste atacó Columbus, empezaron a tener sentido para mí. En una región así, transitar por el terreno e intentar controlarlo, es difícil para quienes no lo conocen y menos para quienes no cuentan con redes familiares o de amistad para apoyarse. A pesar de lo agreste y desértico, a la orilla de la carretera México 45 hay ranchos, ejidos y pueblos. Aunque ya ha transcurrido un siglo desde el surgimiento de la División del Norte, en tales asentamientos Pancho Villa aún es un fuerte referente histórico y cultural que se articula con la presencia del Estado y la violencia en la región, pero también con una cultura regional que puede verse hasta en los maizcrudos: galletas artesanales, elaboradas como tradición de Semana Santa.
Aunque se trata de un paisaje desértico y de una tierra inhóspita, esta región del norte de México actualmente está muy vigilada. La definición de Estado que hace un siglo formuló Max Weber, sobre el monopolio legítimo de la violencia, se hace bastante visible. En nuestro viaje familiar, tanto de ida como de vuelta nos topamos con más de un retén conformado por agentes de la Fiscalía General del Estado de Chihuahua, así como con policías municipales en ambas entidades. Agentes de una y otra corporación sobresalían como los instrumentos de un Estado vigilante, aunque, como pensé en ese momento, también podían ser los nuevos milicianos de la División del Norte.
La vigilancia policial aparentemente no tiene sentido en una región inhóspita. Sin embargo, no es para menos dado que está muy cercana a otra conocida como el “Triángulo Dorado”: una subregión montañosa que abarca los estados de Sinaloa, Chihuahua y Durango, donde se produce marihuana y amapola y, por supuesto, que está controlada por el Cártel de Sinaloa. No en balde, durante el viaje la abuela Eva (seudónimo) constantemente hacía referencia a “lo buena” que estaba la carretera, pero también la comparaba con la “carretera del Chapo”, la cual está relativamente cerca y ella se ufanaba de haber transitado recientemente. “Dicen que el Chapo la mandó a hacer de puro cemento hidráulico”, expresó.
Sin embargo, para habitantes de Durango como el tío abuelo Zacarías (seudónimo), la vigilancia del Estado a través de agentes policiales también tenía sus asegunes. Después de platicarle que a la entrada de Villa Ocampo estaba un retén policial, él expresó: “Pues ahí están, pero no se crea, dicen que están para reportar las camionetas con placas gringas, ellos toman las fotos”. Se refería a los vehículos con placas de Texas, USA, que, quizás por la Semana Santa, transitaban por la carretera México 45, quizás como turistas, o tal vez como migrantes de retorno temporal que visitan a sus familiares.
Por supuesto, para Zacarías la policía también tenía su razón de ser y estar en la región debido a “los malandros”, como él denominaba a los delincuentes. Me narró casos de balaceras donde la policía repelió a narcos, incluso a mi pareja le contó de la existencia de roba-vacas que en un dos por tres desaparecían el ganado, o bien, sólo dejaban los huesos y se llevaban el resto. Ante esto, para él el uso “legítimo” de la violencia por la policía se justificaba. “¿Y allá en su tierra cómo andan de malandros?”, me preguntó después de dar un sorbo a su café y comer una galleta de maízcrudo que había sobre la mesa. Preferí esquivar el tema. No obstante, la presencia de “malandros” no es una leyenda regional. Incluso, la presencia del Estado, tampoco se limita a agentes policiales, pues también transitan militares.
Durante una fiesta familiar, a la cual fuimos invitados en Las Nieves, Durango, me ofrecí a hacer unas compras en un Oxxo. Mientras hacía fila para pagar, dos jóvenes entraron. Ambos llevaban radios de comunicación a la cintura, incluso uno de ellos portaba un arma. Cuando regresé a la casa conté lo que vi y Sonia (seudónimo), la anfitriona, narró que eran de la gente “que anda vigilando”, incluso nos dijo que vivían cerca de su casa y que, semanas atrás, tuvieron una fiesta y dispararon las armas: “Nosotros con miedo por la balacera –expresó-, hasta nos movimos de recámara”. Le pregunté si sabía de qué grupo criminal y dijo: “Pues ya ni se sabe quiénes son”. Horas después mi familia y yo nos retiramos. Al salir del poblado observamos un convoy militar pasando por la carretera. “Seguro van custodiando vacunas del Covid”, dijo mi pareja. “Sí, seguro”, expresé yo.
Transitar por esta región del norte de México me hizo recordar la película Entre Pancho Villa y una mujer desnuda, dirigida por Sabina Berman e Isabelle Tardán (1996). La película narra la atracción que siente una pareja por la figura histórica de Pancho Villa y la aparición de este último como conciencia machista del varón para reconquistar a la mujer. Casualmente el paisaje en la región muestra la obsesión del Estado mexicano por Pancho Villa: en la ciudad de Chihuahua un mausoleo dedicado al caudillo, un homenaje en relieve, una escultura denominada “La Carrera de Pancho Villa”. En la ciudad de Parral un monumento ecuestre a la entrada, un museo y la escultura de un Villa sentado en una banca, justo donde lo asesinaron en 1923, así como una estatua de más de 20 metros de altura de un Villa a caballo, la cual desató una polémica entre la alcaldía de Parral y el Instituto Nacional de Antropología a Historia en 2016. A pesar de ello, los viajeros como nosotros nos detuvimos a comprar unas paletas y contemplar la estatua gigantesca.
En Villa Ocampo, Durango, las referencias a Pancho Villa son más escasas. Esto es paradójico, pues aunque Villa no nació allí, se trata de un municipio de su estado. Al entrar a la cabecera municipal supe por qué: Villa Ocampo es la tierra natal de Nellie Campobello, la conocida escritora y precursora del ballet en México en los años 20’s. Una estatua en una plazoleta a la entrada da fe de ello. Me emocioné, pues recordé cuando leí por primera vez Cartucho, uno de sus libros más fascinantes sobre el movimiento armado en el norte del país; un libro muy íntimo que narra lo vivido por una niña y los suyos en torno a la revolución. En medio del desierto, una escritora y bailarina se apareja al simbolismo de Pancho Villa mostrando que en esta región también hubo heroínas culturales.
Sin embargo, a unos veinte kilómetros de Villa Ocampo está el casco de la ex Hacienda de Canutillo. Se trata del lugar al que Villa se retiró con sus soldados a mediados de 1920, después de su rendición y donde hizo una vida familiar y campirana muy breve, como lo detalla la historiadora (y nieta del general) Guadalupe Villa. El casco de la ex Hacienda hoy en día es un museo sobre Villa. Hay un guardián, si así se le puede llamar, quien junto a su hermana cuidan del museo. Aunque en mal estado y polvoso, el viejo casco de la ex Hacienda convertido en museo tiene dos alas donde se muestran fotografías, litografías, armas, libros, muebles, enseres agrícolas y demás objetos que Villa y su gente usaban. El museo de Villa es un monumento del Estado -oficialmente coordinado por el Instituto de Cultura del Estado de Durango- que narra parte de la historia revolucionaria, pero también parte de la violencia social.
No obstante, como en la película de Berman y Tardán, en la región Pancho Villa no sólo es una figura histórica obsesivamente reproducida en museos o estatuas, sino también una conciencia machista que forma parte de la cultura regional. Las historias sobre novias robadas a caballo e hijos ilegítimos brotan en algunos poblados de la región. Don Chucho (seudónimo), un habitante de una localidad cercana a Las Nieves, Durango, entre broma y en serio nos decía que él tenía “cuatro hijos formales más los que no contaba”. Después me confesó cómo fue que se robó a su esposa: “Bueno, no fue robo, ella quiso, porque fui por ella a caballo y me la traje”, aclaró. Un día después le conté esto a Zacarías, quien sonriendo agregó: “Ese Chucho tiene mucha plática, y era bien mujeriego”.
Quizás el robo de novias o los hijos ilegítimos no sean una práctica común o generalizada en la región, incluso puede ser que trate de una costumbre generacionalmente desfasada, pero lo que sí es cierto es que dicha práctica o costumbre es bastante parecida a la que Pancho Villa tuvo durante su vida, al menos así lo contó Luz Corral, una de sus ex esposas, en su libro Pancho Villa en la intimidad, quien escribió que aun cuando ella se esforzó en dar atenciones, cariño y hacer ameno el destierro de su marido y compensarlo de sus fatigas, él llevó a la casa a “una mujer que echó por tierra todos mis proyectos”. Luz Corral se refería a Austreberta Rentería, otra de las mujeres de Villa.
Por supuesto, no todos los hombres en el norte de México tienen una conciencia machista heredada de Villa ni todos se robaron a sus esposas. Es el caso de Zacarías y Rufinita (seudónimo), quienes nos hospedaron en Villa Ocampo. “Nos casamos como Dios manda”, nos dijeron un día mientras desayunábamos unos huevos, frijoles, café y, por supuesto, maízcrudos. Yo no conocía los maízcrudos y pregunté qué eran. Rufinita me explicó de qué estaban hechos y cómo se preparaban. La abuela Eva, de vez en cuando, cuestionaba la cantidad de algunos ingredientes, pero Rufinita recalcaba que no era así. Lo que me llamó la atención fue que la abuela Eva dijo que se llamaban maízcrudos o también les decían coricos, aunque este último era más un nombre que usaba la “gente fifí”. Incluso contó que alguna vez en Parral, Chihuahua, preguntó por maízcrudos y de inmediato la corrigieron diciendo: “Se llaman coricos”.
La anécdota claramente remite a los debates regionalistas y de clase social que suscita una galleta artesanal. Por un lado, parece ser que nombrarla de una u otra manera depende de la ciudad norteña donde se compre, como si se tratara de un conflicto por la denominación de origen; pero por otro lado, el uso de uno u otro nombre aparentemente se asocia con la clase social: “fifí” es una expresión para etiquetar a la gente acomodada y marcar diferencias entre ricos y pobres, ya sea en el norte de Durango o en el sur de Chihuahua. Los maízcrudos o coricos, suscitan diferencias simbólicas en la cultura regional.
No obstante, hay algo que borra las mismas: la práctica de la vaquería. No sólo se trata de una actividad laboral, sino también de un estilo de vida e incluso de una tradición en la región. Los hijos y algunos nietos del tío abuelo Zacarías, por ejemplo, saben desde cuidar ganado, montar a caballo y hasta motocicletas, pero además visten sus jeans, camisa manga larga y usan sombrero. Los hijos estudiaron ingenierías en un instituto de Parral, pero prefirieron la vida ranchera; uno de los nietos vive y estudia en Parral, pero sus vacaciones la pasa en Villa Ocampo ayudando a su abuelo en una granja de nogales y alimentando a las vacas. Las Jornadas Villistas también son ejemplo de la cultura regional a través de cabalgatas que recuerdan a Villa y reproducen una “cultura íntima de rancheros”, como decía el antropólogo Claudio Lomnitz. Los hijos y nietos de Villa pueden diferir al comer maízcrudos o coricos, pero nunca cuando se trata de rendir homenaje al caudillo.
Más allá de lo anterior, en esta región del norte de México tal parece que la diversión es pasear por la ciudad de Parral, en Chihuahua, o bien visitar la presa San Gabriel, en Durango. Zacarías y Rufinita nos llevaron a conocerla, aunque no fuimos solos, sino también los hijos, hija, yerno, nueras y nietos de Zacarías y Rufinita. Una familia extensa con el patriarca y la matriarca liderando la cabalgata de tres camionetas que se enfilaron hasta la conocida presa de San Gabriel. Cuando llegamos me impacté, pues el paisaje es por demás impresionante: cerros grandes desde el que se divisan campos de cultivo y, por supuesto, la sorprendente obra de ingeniería que se llevó a cabo para construir la presa. El tío abuelo Zacarías me contó que la presa se llama San Gabriel porque donde se construyó estaba el pueblo del mismo nombre, pero tuvieron que removerlos. “Dicen que son los afectados de San Gabriel”, agregó. “Pero más bien fueron los beneficiados”, aclaró. Resulta que el gobierno federal propuso a los sangabrielenses moverse y a cambio les dieron casas y tierras de cultivo con riego.
Para Zacarías a los de San Gabriel se las pusieron fácil, pues él y otros se las veían difícil al tener que pagar para perforar la tierra en busca de agua para regar sus nogales y dar de beber al ganado. También me sorprendió saber que la presa en realidad se llama Federalismo Mexicano, fue inaugurada en 1982 y tuvo como objetivo el riego de más de nueve mil quinientas hectáreas de cultivo. Evidentemente el Estado se hizo presente en la región a través de la presa y sus ingenieros al construirla (incluyendo caminos, canales y drenes), pero también mediante agentes de la Comisión Nacional del Agua (Conagua), quienes no sólo vigilan la distribución del líquido, sino también la explotación y cobranza de pozos artesianos que usan particulares como Zacarías para regar sus propias tierras.
Miré a lo lejos de la presa y observé varias camionetas de turistas. “Antes había más visitantes”, expresó Horacio (seudónimo), yerno de Zacarías. “¿Y ahora por qué ya no hay tantos?”, pregunté. “Quién sabe, es que hay menos gente en los poblados o por la pandemia no hay turismo”, agregó. “Es que algunos se han ahogado”, intervino Zacarías. Mostré mi rostro de incertidumbre y Zacarías agregó: “Y a otros los han aventado ahí, ¿pues dónde más esconden a los desaparecidos?”. Su esposa Rufinita escuchó lo que dijo y preguntó cómo le harían para que los cuerpos no flotaran. “Pues les amarran una piedra y se hunden”, dijo Zacarías, sonriendo. Rufinita evitó seguir con el tema y expresó: “Vámonos, porque hay que cenar”, expresó Rufinita. Llegamos a su casa y, por supuesto, el café y los maízcrudos no podían faltar.
- de la R.- Oscar Misael Hernández-Hernández es investigador de El Colegio de la Frontera Norte y publica investigaciones, crónicas y otros textos en www.gaceta.mx
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