Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Cuando se escribe, normalmente ya se tiene una idea de qué escribir. Sin embargo el texto que depende de nosotros no siempre plasma los deseos y divaga por los valles más oscuros del entendimiento o logra más o menos colocar las frases cercanas a un desinteresado lector.
Quienes escriben por necesidad, logran que cada frase estimule sus órganos sensitivos que van desde la piel hasta todos los sueños más sentidos.
Quienes escriben por placer rompen las palabras en la hoja que se dobla, y la palabra que salta y se recrea, tiembla en el final de una cuartilla hasta empezar la otra.
El autor muere en cada palabra, pues en cada letra va dejando pedazos de su vida. Y la palabra viva que creyó sustituir al escritor, cuando cae a la hoja, cae herida, si es que no ha muerto todavía.
Cuando se escribe literatura hay abismos que le hablan a uno por los lados, agujeros de la mente por donde uno muchas veces se habrá asomado y estos dicen, llaman, aclaman otras palabras.
Escribir lleva piedras en el camino, in ejercicios, letras cuadradas y redondas, flacas letras y otras muy gordas.
Cuando se escribe se suelta la lengua o se arremanga inútil, desfasada y torpe, uno recuerda las veces que lo que escribes no ocurrió o la facilidad de que lo que escribes nunca suceda ni sucederá de forma alguna y que muchas palabras juntas no quieren decir nada ni van parte alguna. Por si no bastara una palabra.
El destino de un texto no siempre es la lectura.
Se escribe para el limbo, para alimentar los abismos, para inventar otros mundos pequeños y lacios, somnolientos y vagos.
Escribir es agonía de las palabras que se van y tal vez nunca vuelvan a verse juntas, ni a leerse entre ellas o a encontrarse en otra parte y reconocerse, contarse historias de antiguos poetas.
Las palabras no nacen sino mueren. Mueren al dejarse ir en la voz de otras personas por el aire incomprensible de las muecas que se mueven en la cara de seres extraños que al leerlas se pierden.
Empiezas a escribir y aparece un texto muy distinto al cual hay que meter rienda inútilmente. El texto siempre se rebela. Tiene el poder de la verdad y uno se empeña en descifrar la verdadera esencia que no está en la apariencia de palabra sino dentro de ella.
Las palabras viven como uno, respiran y tienen sentimientos, se llaman de una o de otra manera y no siempre dicen lo que sus letras proclaman. La palabra es ella y su circunstancia.
A lo largo de la existencia se escriben muchas palabras que no debieron salir nunca de nuestra memoria lesiva, estimulada, apasionada, errónea, increíble, soberbia y terca, pero eso es exactamente lo que les da vida.
Uno muere cuando deja de hacer cosas extraordinarias y no haces otra cosa más que repetir la jornada. Igual las palabras, las que viven en esa infernal agonía, son aquellas a las cuales no ha llegado su tiempo todavía de ser leídas con el fuego que las incendia; con la lectura cabal de otro hombre, que igualmente en agonía busca quien le reconforte su desesperación, su triste vida.
Todas las palabras que nacieron para decir solo una, mueren en la solidaridad de comparsas. Queda una sola palabra al final de la vida, de un texto, de una frase feliz que se dijo sin querer o amando demasiado la vida.
Es una sola palabra, la de uno, la de cada quien, cuando al escribir, frente a una hoja en blanco no queda otra más que decirla y empezar a morir en un intento por mantenerse con vida.
HASTA LA PRÓXIMA.
Discussion about this post