Por Redacción
Llegaron a las 20:30, hora de San Salvador, 21:30 tiempo de la Ciudad de México. Eran apenas un puñado de salvadoreños, no más de doce, pero amenazaban con hacer ruido. Comenzaron con Las Mañanitas, terminarían con el «Hijos de pu…». Y cada vez llegaban más.
Alrededor de 200 personas llegaron al hotel donde la Selección Mexicana se concentró previo al partido contra El Salvador y durante cuatro horas realizaron escándalo, cantaron, bailaron, encendieron fuegos artificiales, toparon las avenidas, interrumpieron el tránsito, insultaron con la intención de que los jugadores no durmieran.
Y la realidad es que los seleccionados apenas se dieron cuenta de todo el escándalo que hubo afuera. La policía poco a poco se hacía presente, pero a la distancia, nadie se acercaba al epicentro, nadie ayudaba a los autos a pasar, nadie les reconvenía cuando los cohetes causaban un gran estruendo y atentaba contra la integridad de hombres, mujeres y niños que bailaban en las avenidas envueltos en la algarabía.
Nadie hacía nada. A lo lejos, en el hotel de la Selección, cada vez que se encendía la luz de una habitación que daba hacia las avenidas principales, se encendía el ambiente, los aficionados pensaban que un jugador mexicano se asomaba para retarlos, y el baile, el ruido, los fuegos artificiales crecían, los nervios se alteraban.
Un perro, un pitbull con una cadena en su cuello es obligado a andar entre el océano de gente, el animal está asustado mientras su dueño está feliz. Una niña se aferra a su padre, los cohetes truenan cerca de ella, su padre ríe con sus reacciones. No tiene más de cinco años, y se deja envolver en la locura.
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