Antonio Arratia Tirado
Cd. Victoria, Tamaulipas.- Son alrededor de las 19:00 horas del viernes y la funeraria de la calle Sexta de Matamoros está atestada. Por causas muy particulares me aterran esos lugares, aunque en realidad no creo que a nadie le atraigan, en absoluto.
Sin embargo, había que entrar, sobre todo cuando alguien nos identificó apenas llegar y dijo: “ya llegaron los de Victoria”.
Al entrar ocurrió el primer vuelco en el estómago: Blanca Esthela Hernández ya estaba abrazando a Norma, una de las hijas de El Pollo -alias Pablo Martínez Borrego-, envuelta en un mar de llanto. Fue ella quien llamó a Blanca para avisar de la muerte de su padre. Atrás de ambas, el periodista y amigo Jorge Kaleb, yerno de nuestro compañero prácticamente se colgaba de Mary Jaramillo, llorando desconsolado.
A duras penas pasé esa ‘aduana’, pero sabía, sabíamos “los de Victoria”, que faltaba lo peor.
Norma nos conducía a la parte principal de la funeraria.
Los quizás ocho metros que nos separaban del ataúd que ocupaba El Pollo se alargaban como si fueran cien. Sabía que podría idear un argumento casi perfecto para regresarme y esperar afuera, pero dos cosas me instaban a seguir: que dos mujeres, sin proponérselo, me obligaban a seguirlas y, la peor, que quién sabe desde dónde El Pollo se estuviera burlando de mí. Lo oía claramente: “¿ándele cabrón? No que muchos hue…itos?”
Vi, prácticamente sin ver, como Blanca y Mary ya habían abrazado y llorado con La Chata, la eterna domadora de El Pollo. Doña Flora, la esposa de Pablo Martínez Borrego se repuso rápido y solo me percaté cuando ya estaba frente a mí.
Entonces ocurrió lo que yo no quería que ocurriera.
Con los ojos brillantes por las lágrimas me abrazó y le dije solo lo que pude: “Señora, qué le puedo decir”.
-Nada don Toño, no diga nada. Yo lo único que le puedo decir es gracias por todo lo que ustedes hicieron por Pablo.
Yo ya estaba a punto de escapar, más o menos indemne.
Ya me estaba zafando de su cálido abrazo, viendo de soslayo al ataúd abierto, en el que yacía el cuerpo de El Pollo. Mary y Blanca lo habían estado viendo por última vez, pero yo lograría escapar sin hacerlo, no me importaba lo que dijera El Pollo, si es que desde algún lugar estuviera atisbando. Las peores cosas me las dijo en vida, me defendí internamente.
Entonces La Chata me apretó fuerte la muñeca izquierda y viró hacia el ataúd, conduciéndome hacia él.
-Venga don Toño, acompáñeme para que lo vea por última vez. Mi viejo quedó bien guapo. Mírelo.
Pinche Pollito, no me hagas esto, no seas cabrón, dije sin decirlo.
La Chata me dejó solo frente al recuadro del ataúd.
Y la verdad sí se fue guapo el bato. Sé que, a botepronto, me habría respondido: “te estás volviendo putito güey”. Con una sonora carcajada.
Fueron segundos los que estuve frente a él, pero suficientes para meter en ese ataúd -para que se los llevara consigo- la ira y la impotencia que por más de tres años nos acompañaron por no poder hacer más por él, por un hombre bueno y extremadamente generoso al que mucho y muchos le debemos.
Todo entonces me quedó claro. El Pollo se fue porque le dio la gana. Se fue porque ya no podía hacer libremente lo que le gustaba: periodismo.
En tan pocos segundos entendí una de las últimas charlas que sostuvimos, algo que entonces no logré dimensionar a plenitud. La violencia empezaba a enseñorearse en Tamaulipas y a él le preocupaba. Amante de los grandes trabajos periodísticos, salir a las carreteras se volvía un suicidio y eso lo enojaba. Con las lágrimas rodándole por las mejillas, dijo: “Sabes qué mi Toño, esto ya valió madres. Qué chingados vamos a hacer ahora. ¿Puras pinches entrevistillas pedorras, de banqueta?”.
-Tendremos que adaptarnos Pollo, no nos queda otra. Además tú sabes que siempre hay algo que hacer -atiné a responderle.
No le entendía bien a bien. Y entonces soltó de su ronco pecho:
-No te hagas güey, a ti y a mí nos gusta este pedo de corazón, y para hacer lo que nos gusta hay que salirnos a la chingada del pueblo. Agarrar carretera e ir a corretear al pinche diablo hasta donde se eche.
-Pues aún podemos hacerlo Pollo ¿o qué te falta?
-No, si güevos me sobran, pero la neta sí hay algo a lo que le tengo chingos de miedo.
-¿Ya te andas quebrando Pollo? Si dices que quieres corretear al diablo, entonces no sé qué más cabrón puede haber.
Aquí fue donde El Pollo se agachó y lloró:
-Sabes lo que yo no soportaría güey: que un grupo de pendejos armados me agarren en la carretera, que me bajaran del carro y por sus güevos me ordenaran que me arrodillara. ¿Y sabes cuándo me iba a arrodillar? ¡Nunca cabrón!
-Lo sé, pero entonces te matarían.
-Pues por eso cabrón ¿apoco sería muy bonito que un viejo como yo pierda su pinche orgullo y su dignidad arrodillado o muerto ante una bola de cabrones?
Como ráfaga, frente al ataúd, entendí entonces a Don Pablo Martínez Borrego, al laureado fotoperiodista -incluso a nivel nacional- que se murió porque quiso y no porque otros quisieron.
Todo lo empecé a ver claro.
Tanto que estuve a punto de reír abiertamente y hasta de burlarme de El Pollo, porque la neta es que sí se veía guapo el bato pero seguramente estaría mentándole la madre al empleado de la funeraria que lo dejó así.
El rostro alargado, bien rasurado sí era el de El Pollo, pero no su indumentaria. Quizás el traje café oscuro con rayitas lo hubiera tolerado él ¡Pero nunca la corbata!
Viéndola bien, se notaban unas casi imperceptibles vetas rosas y fue justamente eso lo que casi me hace reír abiertamente.
Hubiera querido que viviera solo para decirle dos cosas: Gracias por todo, y más por ser mi amigo, y… ¡Quiúbole güey, quién se está volviendo putito!
Ya afuera, respirando un aire diferente y diáfano porque me sentía seguro de que El Pollo se fue simplemente porque le dio su regalada gana, me percaté de que no estaba solo en mi apreciación.
-¿Viste bien al Pollo?, estuve a punto de reírme -le pregunté a Arturo Rosas, quien con su esposa y su hijo también fue a Matamoros a despedirlo.
-No mames, yo sí me reí, no pude contenerme. Conociéndolo ya me imagino que estará diciendo: ¡De qué chingados se ríen, soy su pinche payaso o qué, bola de cagadas! -respondió Arturo Rosas, entre carcajadas, a las que se sumó Jorge Kaleb.
FELIPE MARTÍNEZ CHÁVEZ:
“Nuestro Pollo era así, muy sensible ante las injusticias y el dolor ajeno. Fuimos compañeros de aventuras periodísticas. Lo vi llorar en Jaumave frente a un joven ciego y abandonado; sacar de su bolsa 150 pesos para una mujer hambrienta de Bustamante, y llorar de coraje ante defraudados de San Carlos. Sensible como Pancho Villa, lloraba de ver llorar a otros. Por el contrario, duro contra los abusivos y prepotentes. No hablaba, solo los ‘descontaba’ con sus puños. Amigo desde que hace 48 años cuando coincidimos en El Gráfico. Descanse en paz. A su esposa e hijos pronta resignación”.
Correos electrónicos: [email protected] y [email protected]
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