Por.-Rigoberto Hernández Guevara
Ciudad Victoria, Tamaulipas.-Atrás de la mano lo escondido, lo previsto o lo nunca visto. El acecho incorregible, el envés de la suerte. El ministerio de una resurrección de dedos.
Atrás de la mano la palmada de revés. La acometida de reversa sancionando como primera respuesta.
Atrás de la mano la callosidad del ocio, el dosier de la oscuridad. El lucro, el dólar falso, el moche, el soborno, el puño imaginario de la cachetada con guante blanco.
Atrás de la mano el verdadero reloj. Las letras pensadas, los perpetradores del silencio, listos para acometer una sorpresivo discurso mordiéndose las uñas, arrastrando el cabello por fuera, antes del aire.
Atrás de la mano el viejo discurso del señor presidente. Lo que no se ve ni se escucha, lo que se pervierte.
Atrás de la mano el golpe incluso que vuelve, que trepita la saña, la seña, el señuelo tirado al hacer entre circuncisos.
Atrás de la mano el saludo volteado, el rostro empapado de nuca, el cabello metido en el fuego de una foto, en el simple recuerdo plasmado por otro.
Atrás de la mano, tapando la sonrisa oscura, lo que no se dijo, lo que nunca se ha dicho. El verbo escogido en la soledad inmensa de lo falso.
Atrás de la mano el regreso del aplauso a su círculo remoto de lo despreciable, el escupitajo, el sello atrás del águila perdido en un volado.
Atrás de la mano en recuerdo del sueño, el recurso del método, la extinción de los dinosaurios, la árida canción del profano.
Atrás de la mano la piedra por dentro, el reflejo del perro, la ocasión del ratero, la solemnidad de un pozo artesano en la niebla.
Atrás de la mano la traición desmedida, el dedo insurrecto, en índice, el anular separado del dedo de en medio. La comicidad malsana del espejo atrás del espejo que un día fue la mano.
Atrás de la mano el sembradío de fuego, las llamas crujientes de las flores secas, el espurio tejado de comejenes entre los pastizales. Atrás de la mano las voces recurrentes, el seguimiento, la atrocidad de la gente.
Atrás de la mano los ojos. La curiosidad reprimida, la bestia, el coraje sonriente, tamborileado, sonsacado en los dientes, en la descalza sensación de una prudente distancia corriendo siempre.
Atrás de la mano el bastión, el látigo, la furia con que se hacen los jarros, los cántaros quebrados, los diques rotos, los escurrimientos de mocos.
Atrás de la mano la comezón, la épica de un corazón tomado prestado, dejado ir, sostenido al fin al borde de ahí, del otro lado; sin el debido respeto, la otra mano, atrás de esta mano que esconde un secreto.
Atrás de la mano el yo de mi yo, la otredad que disfruta cuando me ve consiente sin agua, sin afluente, sin lluvia, sin accidente, sin alma que lo oriente.
Atrás de la mano, todos metidos en un bote, arrancados del piso, volteados de cachete, apedreados en un campo minado.
HASTA LA PRÓXIMA.
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